Desprevenido

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No hay música que tenga más efecto sobre mí que la que me toma por sorpresa. Durante muchos años fui un comprador asiduo de discos, y todavía me gusta rebuscar en las tiendas de segunda mano de Nueva York, que prosperan mientras que las grandes cadenas se hunden; y he comprado también música en iTunes, cuando aparecieron los primeros iPods y empezaba el vértigo de conseguir en un instante cualquier cosa que a uno le apeteciera. Pero lo que más me gusta, con diferencia, es poner la radio y no saber qué escucharé, dejarme llevar por la emoción pura de una música desconocida, o bien reconocer algo que me resulta familiar pero que no identifico todavía, o encontrar de golpe y sin incertidumbre una de mis obras favoritas.

Me ha ocurrido también al montarme en algunos taxis: subes, das la dirección, te acomodas en el asiento, mirando hacia la calle, y de pronto, en vez de la tertulia cavernaria o la tertulia gubernamental, que no sabe uno cuál de las dos aburre más, notas un recogimiento particular y tardas en darte cuenta de que ese taxista es un hombre cultivado que ama la música o que se deja acompañar y serenar por ella. Algunos recuerdos, de hace ya muchos años: en un taxi que me traía del aeropuerto, en una época de mi vida en la que estaba siempre viajando entre Granada y Madrid, a la alegría de volver se sumó una emoción que me desbordaba, y era el concierto de piano y orquesta de Schumann, con su romanticismo desatado; en otro taxi, otra noche, una voz flamenca me despabiló del agotamiento, una voz muy joven y a la vez llena de desgarro y de sabiduría. “Es un chico nuevo que acaba de ganar el festival de cante de las Minas”, me dijo el taxista: era Miguel Poveda. Una mañana tórrida de julio, una de esas mañanas de calor irrespirable en las que la ciudad parece más llena de tráfico que nunca, subí a un taxi con Elena, muy niña todavía, y fue como si ingresáramos en el frescor y la quietud de una capilla en la que estaban tocando un cuarteto de cuerda de Haydn. Escribí un artículo sobre ese hecho casi milagroso y al poco tiempo recibí una carta del taxista melómano que nos había llevado.

Anoche, mientras escribía uno de estos apuntes, en Radio Clásica me estremeció Calixto Sánchez cantando por tientos los “proverbios y cantares” de Machado: puras letras flamencas. Y un poco después fue Carmen Linares cantando a Juan Ramón Jiménez, y luego Enrique Morente haciendo cosas inusitadas y hondamente flamencas con el arranque de “Donde habite el olvido”, de Luis Cernuda.Hace un rato, desde el cuarto contiguo, donde trabaja Elvira, me llegan una tras otra dos de mis canciones favoritas: “Mr. Sandman”, cantada por unas voces femeninas que imitan a las Andrew Sisters, y a continuación nada menos que “Oh qué será”, a dúo entre Chico Buarque y Omara Portuondo.

Hay días que uno tiene más suerte que otros. Una tarde, después del concierto de piano para la mano izquierda de Ravel, sin transición empieza la quinta sinfonía de Sibelius, y me rindo a cada obra con agradecimiento idéntico, porque hacía tiempo que no las escuchaba, y porque cada una me toca el corazón. Recuerdo una noche que estaba solo en casa y mientras me preparaba una ensalada y una tortilla puse la radio, y empezó a sonar una música lenta y extraña, estática, hipnotizadora, para paino y flauta, con algo de percusión, una música que se prolongaba y te envolvía y era como el transcurso puro y sereno del tiempo: era la música de Morton Feldman para Mark Rothko. Este verano, en el vestíbulo del hotel de Santander, distinguí por encima de las conversaciones una música insinuada que me sabía de memoria, pero que era incapaz de identificar: predecía la próxima nota, la variación que se aproximaba, me dejaba llevar por una melodía sinuosa, llena de vigor y dulzura. Terminó y no sabía lo que era, no podía recordarlo. Unas horas después, dando un paseo, me vino a la memoria: era el maravilloso tiempo lento del Cuarteto Americano de Dvorak.

Quizás esta afición me viene de haber escuchado tanto la radio cuando era niño: de esperar con pasividad e ilusión que sonara una música querida, que lo estremecía a uno sin saber por qué, que le producía una congoja íntima que uno no se explicaba, y que hasta le daba cierta vergüenza. Cada vez que yo escuchaba de niño “Como se quiere a los hijos”, de Paquito de Jerez, “A tu vera”, de Lola Flores, o “Campanas de Linares”, de Rafael Farina, se me partía el corazón. Y no puedo escuchar “El emigrante” de Juanito Valderrama, o “Soy minero” o “Adiós mi España preciosa” de Antonio Molina sin que se me llenen los ojos de lágrimas. Pasaron unos años y ya eran otras canciones las que me emocionaban en la radio: “Come Together”, “Summertime” cantado por Janis Joplin, “Lady D’Arbanville”, de Cat Stevens: yo creo que esta última más que ninguna. Las escuchabas una vez y no sabían cuándo volverían a sonar de nuevo, y no había discos gracias a los cuales la emoción se pudiera repetir a voluntad. La música me sucedía, como un encuentro muy deseado, pero del todo casual.

En cuanto acabe esta anotación voy a poner la radio.